En La vida del Buscón palpita la realidad; la realidad fragmentaria de otras novelas picarescas está aquí deformada como resultado de la técnica caricaturesca y recargada de Quevedo. El dibujo se hace caricatura. El clérigo del Lazarillo se convierte en el Buscón en un monigote guiñolesco de lineas descomunales: es un hombre tan alto y delgado como una cervatana; el gaznate, largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer, forzada por la necesidad; los ojos, tan hundidos que parecían estar “avecinados con el cogote”; las piernas tan flacas, que semejaban “tenedor o compás”, los pies inmensos hasta el punto de que “cada zapato podía ser tumba de filisteo”. La objetividad propia del retrato descriptivo se ha transformado aquí en deformidad caricaturesca.
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