La historia de la literatura no suele ser benévola con quienes se apartan del canon y, además, no pretenden crear otra alternativa. Es el caso de Rafael Azcona (Logroño, 1926) y de las dificultades para encajar su narrativa en las corrientes que la historiografía ha establecido en el marco de la España de los años cincuenta. Realismo social, realismo crítico, neorrealismo son epígrafes hasta cierto punto pertinentes para abordar su producción que se sitúa, además, en el campo del humor. Si a estas peculiaridades le añadimos la conversión del autor en guionista, contamos con circunstancias adecuadas para que su nombre haya sido ignorado por la crítica académica. Sin embargo, Rafael Azcona ha escrito siempre a partir de su observación de la realidad, de la más concreta e inmediata como otros autores de su generación. Escéptico e individualista, que no aislado, su realismo es también fruto de una tradición que conoce como lector empedernido y autodidacta. «El pisito», contextualizada en unas coordenadas precisas e inconfundibles, es una novela que queda abierta, como lo hacen los clásicos, a una interpretación que nos conmociona hoy como ayer: la desoladora historia de amor de Rodolfo y Petrita, cuyas vidas están hipotecadas por culpa de un «pisito».